Iuchi Dojiro, la shugenja del Clan Unicornio
Relato inspirado en La Leyenda de los Cinco Anillos
“Iuchi Dojiro, la shugenja del Clan Unicornio” es un relato inspirado en el universo del juego de rol La Leyenda de los Cinco Anillos, en el que la conexión entre personajes y ambiente refleja la sutileza del honor samurái. En esta entrega, entramos en un instante de calma tras la tensión del debate: una mirada que revela admiración, empatía y una creciente conexión entre Shuro y Dojiro. Mientras ella acaricia a su montura con naturalidad y respeto, él descubre en ella un mundo de compasión y fuerza interior típicos del Clan Unicornio.
Relato completo
Cuando terminó el último debate, los aspirantes se despidieron de los jueces para salir del Palacio Kakita. Los jardines exteriores, bañados por la cálida luz del mediodía, ofrecían un momento de tranquilidad antes de la prueba de equitación. Shuro caminaba en silencio, con la mirada fija en Iuchi Dojiro, quien avanzaba unos pasos delante de él.Por primera vez, Shuro se permitió observarla con detenimiento, como si al hacerlo comprendiera mejor a la persona que, minutos antes, había defendido el amor verdadero con tanta pasión. Iuchi Dojiro era de complexión delgada y estatura media; su cuerpo conservaba los trazos suaves de la juventud, en contraste con la rigidez de las posturas de sus compañeros más experimentados. Cada paso suyo, aunque firme, tenía una ligereza instintiva, como si intentara moverse sin alterar la calma a su alrededor.
El rostro de Dojiro era delicado, con una suavidad que atraía las miradas. Su piel tersa y pálida realzaba sus rasgos juveniles, mientras su rostro ovalado parecía tan frágil como la porcelana. Su nariz pequeña y recta aportaba equilibrio a sus rasgos, mientras su boca, de labios finos y rosados, sugería un aire melancólico, como si ocultara sonrisas sin atreverse aún a mostrarlas. Sin embargo, eran sus ojos los que realmente captaban la atención: grandes, oscuros, llenos de curiosidad. Había en ellos algo especial, como si exploraran el mundo con una mezcla de asombro y cautela. Su cabello castaño claro, recogido en una coleta baja, brillaba con reflejos dorados bajo el sol, mientras unos mechones sueltos acariciaban su rostro.
Vestía el kimono tradicional del Clan Unicornio, donde el morado predominaba en armonía con delicados bordados de caballos en plata que parecían cobrar vida con cada movimiento. Una banda obi en tono lavanda ceñía su cintura, acentuando su silueta juvenil. Sobre el kimono, llevaba una capa corta de lino blanco decorada con los emblemas del clan. Sus sandalias, aunque sencillas, estaban impecables, un reflejo de la disciplina inculcada desde su niñez.
Era evidente: Dojiro mostraba un espíritu puro en un mundo lleno de sombras. Como la participante más joven del Campeonato Topacio, su inocencia destacaba junto a su falta de experiencia. Creía en la sinceridad, la compasión, valores que su clan le había enseñado y los cuales demostraba en cada palabra y acción. Sin embargo, su juventud la hacía especialmente vulnerable en un torneo donde rivalidades e intrigas políticas pesaban tanto como las espadas. Aun así, su bondad no era una debilidad , sino un pilar para sostenerla en un entorno que muchas veces podía parecer cruel.
El campo de práctica se extendía ante los aspirantes como si fuera una continuación natural de los impecables jardines del Palacio Kakita. Arbustos podados con cuidado marcaban los límites del terreno, trazando un contraste armonioso con la pista delineada en el centro. Los árboles de cerezo, aún en flor, derramaban pétalos; estos caían como una lluvia suave sobre el césped verde, creando una atmósfera de calma que contrastaba con la tensión de la prueba a punto de comenzar.
A un lado del campo, las cuadras destacaban por su diseño elegante pero funcional. Sus puertas, construidas con madera pulida, estaban decoradas con grabados de aves y flores de loto, un recordatorio de la refinada estética del Clan Grulla. Dentro, el suave aroma del heno fresco se mezclaba con el olor terroso de los caballos, creando un ambiente como reflejo de la unión entre la naturaleza y la tradición samurái.
La prueba de equitación se dividía en tres etapas, cada una pensada para evaluar tanto la destreza del jinete como su relación con el corcel. La primera requería maniobrar a toda velocidad entre una serie de postes colocados a intervalos regulares. Aquí, la precisión y el control eran clave, pues cualquier error podía hacer al caballo derribar los obstáculos. En la segunda etapa, los aspirantes debían golpear un blanco de madera con una katana o un bokken, mientras mantenían el equilibrio sobre la montura en pleno movimiento. Por último, la prueba terminaba con un desafío de tiro con arco: disparar a una diana móvil desde el lomo del caballo; el reto exigía coordinación, puntería.
Los jueces evaluaban tres aspectos principales: la rapidez de los participantes en completar el recorrido, su habilidad para manejar al caballo y la precisión al atacar los blancos. Quienes lograban destacar en estas áreas demostraban no solo su destreza marcial, sino también una conexión instintiva con su montura; este atributo definía la diferencia entre un jinete promedio y un verdadero samurái.
Shuro observó a los caballos con una mezcla de asombro y respeto. Nunca había visto animales como aquellos. «¿Cómo puede alguien ganarse la confianza de un ser así?», se preguntó, cautivado por la elegancia de un corcel gris que relinchaba suavemente mientras movía la cabeza con aire orgulloso. A su lado, Dojiro acariciaba el cuello de su montura con una ternura que parecía cargar de significado aquel simple gesto. Para ella, los caballos no eran herramientas con el objetivo de completar una tarea, sino compañeros en el sentido más profundo de la palabra.
Era evidente: Dojiro mostraba un espíritu puro en un mundo lleno de sombras. Como la participante más joven del Campeonato Topacio, su inocencia destacaba junto a su falta de experiencia. Creía en la sinceridad, la compasión, valores que su clan le había enseñado y los cuales demostraba en cada palabra y acción. Sin embargo, su juventud la hacía especialmente vulnerable en un torneo donde rivalidades e intrigas políticas pesaban tanto como las espadas. Aun así, su bondad no era una debilidad , sino un pilar para sostenerla en un entorno que muchas veces podía parecer cruel.
El campo de práctica se extendía ante los aspirantes como si fuera una continuación natural de los impecables jardines del Palacio Kakita. Arbustos podados con cuidado marcaban los límites del terreno, trazando un contraste armonioso con la pista delineada en el centro. Los árboles de cerezo, aún en flor, derramaban pétalos; estos caían como una lluvia suave sobre el césped verde, creando una atmósfera de calma que contrastaba con la tensión de la prueba a punto de comenzar.
A un lado del campo, las cuadras destacaban por su diseño elegante pero funcional. Sus puertas, construidas con madera pulida, estaban decoradas con grabados de aves y flores de loto, un recordatorio de la refinada estética del Clan Grulla. Dentro, el suave aroma del heno fresco se mezclaba con el olor terroso de los caballos, creando un ambiente como reflejo de la unión entre la naturaleza y la tradición samurái.
La prueba de equitación se dividía en tres etapas, cada una pensada para evaluar tanto la destreza del jinete como su relación con el corcel. La primera requería maniobrar a toda velocidad entre una serie de postes colocados a intervalos regulares. Aquí, la precisión y el control eran clave, pues cualquier error podía hacer al caballo derribar los obstáculos. En la segunda etapa, los aspirantes debían golpear un blanco de madera con una katana o un bokken, mientras mantenían el equilibrio sobre la montura en pleno movimiento. Por último, la prueba terminaba con un desafío de tiro con arco: disparar a una diana móvil desde el lomo del caballo; el reto exigía coordinación, puntería.
Los jueces evaluaban tres aspectos principales: la rapidez de los participantes en completar el recorrido, su habilidad para manejar al caballo y la precisión al atacar los blancos. Quienes lograban destacar en estas áreas demostraban no solo su destreza marcial, sino también una conexión instintiva con su montura; este atributo definía la diferencia entre un jinete promedio y un verdadero samurái.
Shuro observó a los caballos con una mezcla de asombro y respeto. Nunca había visto animales como aquellos. «¿Cómo puede alguien ganarse la confianza de un ser así?», se preguntó, cautivado por la elegancia de un corcel gris que relinchaba suavemente mientras movía la cabeza con aire orgulloso. A su lado, Dojiro acariciaba el cuello de su montura con una ternura que parecía cargar de significado aquel simple gesto. Para ella, los caballos no eran herramientas con el objetivo de completar una tarea, sino compañeros en el sentido más profundo de la palabra.
«Para ella, esto es natural, es parte de quien es», reflexionó Shuro mientras seguía mirándola. La empatía de Dojiro con la montura era evidente, fruto de generaciones de samuráis del Clan Unicornio que habían forjado lazos inseparables con sus corceles. Shuro, en cambio, apenas podía imaginar qué se sentía al estar tan cerca de un animal tan majestuoso, mucho menos dominarlo con la confianza mostrada por ella. En ese momento, su deseo de disculparse por lo sucedido durante el debate se mezcló con una emoción inesperada; parecía florecer en su interior. Observándola acariciar al caballo con tanta ternura, Shuro sintió cómo su admiración se transformaba en algo más: un interés silencioso que lo llenó de una extraña calidez desconocida.
Gracias por estar aquí,
Un saludo
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