La Mansión de la Angustia
Relato de terror gótico
Niebla, hambre y una casa que respira. En este relato, Mateo, un niño exhausto, cruza los jardines podridos de una mansión al borde del acantilado. El hermano Zuriel lo empuja hacia un encargo que oculta algo peor: la duquesa Anastasia. La Mansión de la Angustia trenza miseria y decadencia en un escenario que se cae a trozos. Un cuento de miedo clásico y atmósfera espesa que suprimirá tu aliento.
Relato completo
Mateo estuvo varias horas caminando por el oscuro sendero del bosque, tras los pasos del hermano Zuriel. El silbido del viento, que agitaba las ramas como las manos huesudas de una anciana a punto de atraparlo, se entremezclaba con el castañear de sus dientes y el rugido de sus tripas.
Por suerte, dejó de llover en cuanto anocheció, y aunque ya tenía los pies embarrados, agradeció no mojarse más. Se detuvo unos instantes a observar su reflejo en uno de los charcos que salpicaba el camino. Era un niño bajito y huesudo, con el cabello rasurado y unas profundas ojeras que ocultaban su mirada azul. Su escasa vestimenta era un simple saco de arpillera, lleno de manchas oscuras y un fuerte olor acre, al que habían dado la vuelta y abierto varios huecos para que sacara la cabeza y los brazos. Aquella noche transportaba una pequeña pala de madera y una destartalada carretilla, que emitió un molesto chirrido en cuanto el camino comenzó a empinarse.
En silencio, observaba al hermano Zuriel, un viejo aristócrata que había disfrutado de tiempos mejores. Sin embargo, en estas oscuras y frías noches no era más que un cascarón sin vida, vestido con ostentosos ropajes hechos jirones, que seguramente fueron elegantes hace un par de siglos. Caminaba despacio, deleitándose con las panorámicas vistas, como si fuera la primera vez que ascendía a la Mansión de la Angustia. Sus ojos eran como dos ascuas a punto de apagarse, su piel grisácea estaba agrietada, dándole un aspecto más lamentable si cabe, y por último su lastimera voz producía una sensación de escalofrío a quien lo escuchara.
Llegaron a una verja metálica oxidada, que custodiaban dos inmóviles gárgolas de aspecto grotesco, sin aparentes intenciones de dar la bienvenida a ningún visitante. Una de las hojas estaba retorcida y se podía cruzar fácilmente a los jardines exteriores, donde las flores marchitas impregnaban el aire de un olor pútrido. Zuriel se detuvo y un rayo iluminó el cielo nublado, resaltando sus decrépitos rasgos.
—Hijo mío, date prisa —apremió mientras apoyaba su huesuda mano sobre el hombro del chiquillo—. La duquesa Anastasia quiere que todo esté recogido esta noche.
—Tengo miedo, maestro —añadió Mateo mientras observaba las gárgolas de piedra, que habían cambiado de posición.
El viejo aristócrata saboreó la ansiedad del pequeño.
—Recuerda que no debes acercarte a ella, porque si lo haces no volveré a verte —susurró al oído de Mateo—. Me marcho a tomar el té con la hermana Gabriela y volveré a recogerte en unas horas —añadió con una sonrisa burlona, mientras daba media vuelta y descendía lentamente por el estrecho camino.
El niño cruzó con rapidez los jardines exteriores, mientras escuchaba unos gruñidos guturales que le pusieron los pelos de punta. Así que, cuando entró en el enorme recibidor de la Mansión de la Angustia, se detuvo unos instantes para recuperar el aliento.
—¿Hola? —preguntó tímidamente—. Vengo a recoger la habitación —añadió, mientras avanzaba con la carretilla por un corredor que iluminaban escasamente dos oxidados candelabros.
Nadie le contestó. Avanzó hasta una sala con estantes cubiertos de polvo y un armero oxidado. Dos cofres de madera, combada por la humedad, contenían ropajes novelescos podridos. Mateo se fijó en las dos espadas del armero. Estaban melladas y una capa de herrumbre se había apoderado del metal. Una arcada daba acceso a una escalera, que conducía a la siguiente planta.
La destartalada carretilla parecía a punto de romperse en la subida cada vez que golpeaba los escalones. Mateo percibió un fuerte olor a salitre y un viento húmedo, procedente de un mirador de piedra que tenía los amplios ventanales abiertos. Se acercó, lleno de curiosidad, mientras oía la lucha del oleaje contra las rocas.
Una plataforma de piedra con una barandilla permitió al niño contemplar las aguas oscuras del mar de las almas, al sur, y el bosque antiguo, al oeste. Se asomó con cautela y comprobó que el acantilado descendía unos cien metros antes de terminar en unas afiladas rocas, donde golpeaban las olas con fuerza. Mateo respiró profundamente antes de regresar al interior de la mansión.
En el otro extremo de la planta, unas puertas dobles entreabiertas dejaban vislumbrar una tenue luz rojiza. El niño se aproximó, empuñando la pala en su mano derecha, mientras con la otra arrastraba la carretilla.
Al entrar en el cuarto, un hedor dulzón abrumó sus sentidos. Contra la pared se apilaban cubos de basura, llenos de trozos de carne putrefacta, donde revoloteaban las moscas. La sala estaba dominada por una cama inmensa, de sábanas raídas y manchas oscuras. Sobre ella había un cuerpo, increíblemente obeso, de pelo sucio, ojos rojizos y una boca enorme, cubierto con una cortina roja a modo de sudario.
Junto a la cama había un enorme caballete con una paleta de varios tonos de pintura, marrón y roja, procedentes de órganos triturados y trozos de carne. Un juego de pinceles hechos de pelo humano sobresalía de un cráneo partido junto al caballete.
—Acércate, pequeño —dijo la duquesa con voz áspera…
Gracias por leer el relato,
Un saludo
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