Un apretón firme y decidido
Relato de ciencia ficción espacial
Óxido, burocracia y huesos huecos. En este relato seguimos a Maverick, capitán de la Kronos, hasta la estación Proelius: un asteroide dedicado al delitio donde todo se compra a base de créditos. La venta de una vieja explotación minera a los enigmáticos Altai promete ser rutinaria… hasta que un apretón de manos pone a prueba el choque cultural.
Relato completo
El zumbido de los motores y el traqueteo de la nave apenas dejaban dormir en el puente. En otras ocasiones, me había relajado en una de las camillas de tratamiento de la estancia médica, pero el fuerte olor a desinfectante siempre terminaba por despertarme.La Kronos era un carguero mercantil de clase Kadler. Su forma alargada y estilizada, con dos puertos de carga en la parte trasera del casco, era muy típica en todo el sector.
Desde el puente, observé cómo el asteroide cada vez se hacía más grande, a la vez que la nave se acercaba. La superficie era irregular debido a los cráteres de diferentes tamaños y profundidades. Además las grandes fisuras y grietas causadas por los impactos de meteoritos y la erosión de la radiación espacial, le daban un aspecto similar a un queso Gruyere.
La mayoría del asteroide era de un color grisáceo, a excepción de algunos parches más claros que indicaban pequeñas variaciones en su composición mineral. También se observaban zonas cubiertas de hielo, que contenían agua congelada.
El zumbido del motor fue eclipsado por un fuerte chasquido y la estática inundó toda la nave.
—Permiso concedido para atracar, señor Maverick. Le deseamos una feliz estancia en la base Proelius —dijo una voz distorsionada, a traves de los altavoces de la Kronos.
—Gracias —contesté, antes de dar la última calada a mi Smoker3000 y levantarme para coger el chaleco multibolsillos naranja y las botas azules de suela magnética, que estaban en el compartimento situado detrás del asiento de pilotaje.
—Le recuerdo, señor Maverick, que la reunión con los Altai en la estación es dentro de tres pársecs —dijo con voz metálica Charlie, un robot multiusos de la antigua serie RP405, que me dejó mi padre como herencia junto a la Kronos y una pequeña explotación minera en el asteroide donde está la base Proelius.
Por aquel entonces, los RP405 tenían una construcción sencilla, una cabeza triangular con un único visor ocular de luz roja y un pequeño orificio rectangular que simulaba la boca de las razas humanoides. Su cuerpo cuadrado estaba rematado con seis ruedas y su color era plateado, aunque Charlie tenía un tono ocre, debido al óxido que cubría las superficies de su cuerpo. Por desgracia, cómo los robots estaban prohibidos en las zonas mineras, tuve que dejar al bueno de Charlie en la Kronos.
Después de vestirme y ajustar las botas magnéticas, bajé por la rampa de embarque hasta la plataforma de aterrizaje, donde encontré al ayudante del alguacil.
—Bienvenido a la estación Proelius, señor Maverick —dijo el joven Bragnar con un acento que me recordó al ladrido de perro, a la vez que me ofrecía su garra peluda. El ayudante del alguacil era cordano y parecía un maldito hombre lobo, igualito al de las míticas criaturas de las novelas digitales, que me leía mi abuelo antes de dormir —. ¿Cuánto tiempo va a estar en la estación? —preguntó a continuación.
—Unos doce pársecs —contesté mientras le ofrecí un apretón de manos firme y decidido al joven Bragnar, que iba embutido en un traje de seguridad gris, el cual parecía de dos tallas menor que la suya.
—Perfecto. Son cuarenta créditos, que incluyen el amarre de la nave y el impuesto del aire —dijo con una sonrisa ladina, mostrando dos filas repletas de afilados dientes, mientras ingresaba los créditos con el chip subcutáneo instalado en la base de mi muñeca derecha.
La estación Proelius fue construida en la superficie de un enorme asteroide dedicado a la explotación de los yacimientos de delitio. Mi padre invirtió miles de créditos, durante su juventud, en una pequeña explotación minera, que no llegó a amortizar en vida.
Existían docenas de asentamientos permanentes en el sector, que iban desde hábitats o bases construidas en la superficie de los asteroides más grandes hasta instalaciones móviles. Por desgracia, casi todos estos lugares habían superado ya la esperanza de vida que plantearon sus diseñadores. Eso significaba que los asentamientos eran una especie de monstruos de Frankenstein, parcheados una y otra vez a base de cinta aislante, óxido y piezas que no fueron diseñadas para lo que se fabricaron. Así que, no dudé ni un momento en superar un montón de tediosa burocracia, para vender la mina a un grupo de inversores, los enigmáticos Altai, y deshacerme de la explotación minera que compró mi padre en la estación Proelius.
Anduve por los pasillos metálicos de la estación hasta las oficinas locales de la Asociación de Mineros de Asteroides (AMA), el principal sindicato del gremio en este sistema. Allí se encontraba, George Lowry, un hombre de mediana edad algo encorvado y con una sonrisa mellada. Sus manos cuarteadas mostraban el duro trabajo que realizaba en los túneles. Además, una permanente capa de polvo oscurecía su pelo rojizo y el característico uniforme verde de los trabajadores del sector. George iba a ser el encargado de traducir a los Altai y sería el testigo de la AMA, para dar validez a la venta de la explotación minera.
Después de un par de pársecs interminables escuchando anécdotas sobre la extracción de delitio, se abrieron las puertas de las oficinas y entraron dos seres humanoides, que parecían gemelos de piel rosada, largos cabellos rubios y ojos almendrados. Alcanzaban los dos metros de altura y su constitución esbelta acrecentaba ese rasgo. Por último, unas membranas similares a alas se extendían desde sus brazos hasta el torso.
—Dulid Shala—dijo uno de ellos con un tono de voz silbante a la vez que ladeaba la cabeza hacia la izquierda.
—Está diciendo que es un placer conocerte —tradujo George Lowry mientras rascaba su pelo rojizo.
—Igualmente —contesté ofreciendo mi mano al Altai, que me miró extrañado mientras alargaba su brazo hacia mí.
No dude en darle un apretón firme y decidido para saludarle y, como símbolo de querer cerrar el acuerdo previo. Sin embargo, sentí el crujir de todos los huesos de su esbelta mano y una mueca de indescriptible dolor en su cara. —Perfecto. Son cuarenta créditos, que incluyen el amarre de la nave y el impuesto del aire —dijo con una sonrisa ladina, mostrando dos filas repletas de afilados dientes, mientras ingresaba los créditos con el chip subcutáneo instalado en la base de mi muñeca derecha.
La estación Proelius fue construida en la superficie de un enorme asteroide dedicado a la explotación de los yacimientos de delitio. Mi padre invirtió miles de créditos, durante su juventud, en una pequeña explotación minera, que no llegó a amortizar en vida.
Existían docenas de asentamientos permanentes en el sector, que iban desde hábitats o bases construidas en la superficie de los asteroides más grandes hasta instalaciones móviles. Por desgracia, casi todos estos lugares habían superado ya la esperanza de vida que plantearon sus diseñadores. Eso significaba que los asentamientos eran una especie de monstruos de Frankenstein, parcheados una y otra vez a base de cinta aislante, óxido y piezas que no fueron diseñadas para lo que se fabricaron. Así que, no dudé ni un momento en superar un montón de tediosa burocracia, para vender la mina a un grupo de inversores, los enigmáticos Altai, y deshacerme de la explotación minera que compró mi padre en la estación Proelius.
Anduve por los pasillos metálicos de la estación hasta las oficinas locales de la Asociación de Mineros de Asteroides (AMA), el principal sindicato del gremio en este sistema. Allí se encontraba, George Lowry, un hombre de mediana edad algo encorvado y con una sonrisa mellada. Sus manos cuarteadas mostraban el duro trabajo que realizaba en los túneles. Además, una permanente capa de polvo oscurecía su pelo rojizo y el característico uniforme verde de los trabajadores del sector. George iba a ser el encargado de traducir a los Altai y sería el testigo de la AMA, para dar validez a la venta de la explotación minera.
Después de un par de pársecs interminables escuchando anécdotas sobre la extracción de delitio, se abrieron las puertas de las oficinas y entraron dos seres humanoides, que parecían gemelos de piel rosada, largos cabellos rubios y ojos almendrados. Alcanzaban los dos metros de altura y su constitución esbelta acrecentaba ese rasgo. Por último, unas membranas similares a alas se extendían desde sus brazos hasta el torso.
—Dulid Shala—dijo uno de ellos con un tono de voz silbante a la vez que ladeaba la cabeza hacia la izquierda.
—Está diciendo que es un placer conocerte —tradujo George Lowry mientras rascaba su pelo rojizo.
—Igualmente —contesté ofreciendo mi mano al Altai, que me miró extrañado mientras alargaba su brazo hacia mí.
—¡Ostras! Señor Maverick, olvidé decirle que los huesos de los Altai son huecos —dijo George Lowry con los ojos abiertos de par en par.
Gracias por leer el relato,
Un saludo
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